Es así: periódicamente voy lanzando la
invitación para que me envíen fotos a esta sección. En la última camada, me
entró un inbox de Hugo Muralles, con sustentadas imágenes suyas –mínimas y
prescindibles, dice él; quizá una le diga algo, agrega– de la última edición
del Festival Internacional de Jazz Guatemala, mismo que ocurriera en marzo
pasado. Y aquí, de hecho, las pueden encontrar, con ciertos soundclouds para
ilustrar la cosa:
A mí me gustó ver eso, porque entonces
recordé el humano misticismo del jazz, con su sonrisa y contrabajo en blanco y
negro, las expresiones casi congeladas en el fuego de un vibratto, el hechizo
transmundano del escenario, el canto inalámbrico que más tarde va llenando la
sala, los platos vibrando panteónicos, la absorción yóguica en escalas
cromáticas, un saxofón desolado bajo la luz escarlata, el oficio, la
disciplina, la mitología, el flow, la sinergia horizontal, la pasión sináptica,
el público rendido a un blues descarado, y el teclado colocando su tiernísima
venganza, para un abismo y un éxtasis.
Saluden a los músicos.
El jazz da para mucho, en términos de
imágenes. Tiene tanta fuerza y estamina, delicadeza y vicio. Algunas portadas
de jazz valen más que cien mil palabras. Salvo, por supuesto, las del capítulo
17 de Rayuela de Cortázar.
El jazz da para mucho y da para siempre.
Entiendo que el jazz ha evolucionado mucho, pero por otro lado, hay algo de
intemporal en el género, es una ficción que está más allá de las modas, hija de
algo eterno. Si no fuera un inútil, yo sería un jazzista.
En Guatemala tenemos una modesta escena
jazzística, pero maciza, comprometida, nada fría, talentosa, siempre súbita, y
de ella podemos esperar esplendores. Yo, que soy ceremonioso, escribo este
texto durante el JazzDay –30 de abril– aunque será leído más adelante, y sé que
estoy feliz por los que aquí se dedican sin cansancio a repartir la cultura del
jazz entre nosotros (por ejemplo en los Martes de Jazz, en el bar Esperanto, un
espacio muy rico y orgánico, en donde se juntan cada mes un montón de músicos,
muchos de ellos jóvenes, para rotarse y divertir). Son ellos quienes nos sacan
de la tumba de la no creatividad, y nos ponen en el corazón de la armonía, el
enfoque, la improvisación.
La foto que hemos decidido publicar es
una en donde se mira a Fernando Martín, quien celebrara 30 años de carrera
recientemente. Cuando yo era un adolescente ya tenía algo de legendario.
Sabíamos que se había ido al exterior a recibir estudios musicales muy formales
y serios. Amigos míos estudiaban con él la batería. Fernando Martín se mueve en
muchos géneros, el jazz, sí, pero además el rock y progresivo, por ejemplo.
Es un lego con mirada inocente, que golpea con arquitectura e intuición el
mandala de la batería. No hay nada desharrapado o junkie en él, se ve que es
disciplina y concentración puras, y siempre está sonriente, no sé cómo le hace.
Por demás, no es que le conozca mucho, pero me da gusto saberlo activo. Y
bueno, son treinta años. Personas como Fernando Martín mantienen el jazz vivo
entre nosotros.
(Fotosíntesis publicada el 15 de mayo de
2015 en Contrapoder.)
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