A Elena Gaytán
se la pueda imaginar uno tomando fotos en una jornada de procesiones, entre el río de gente, allá en la
Antigua, de donde procede.
Ya ven que los
antigüeños son susceptibles a leyendas paranormales de tipo criollo y colonial,
y eso explicaría su interés por la figura de la Llorona, a quien representó en
la presente imagen que nos ha enviado, y hasta dice haberla oído.
La Llorona es
una leyenda muy antigüeña, muy guatemalteca y muy latinoamericana, y uno de esos
relatos muy afortunados que nos hacen temblar de niño. A la Llorona se le ve por
todos lados, de Sudamérica a México, llorando por los hijos que asesinara, ay
mis hijos, ay mis hijos, grita con gritos que granizan la sangre, y en efecto ahí
viene ella, la Plañidera, a encañonarnos con sus chillidos amarillos.
Parece que estos
sus hijos los ahogó en un río o algo así, y ahora la muy bruta los anda infatigablemente
buscando por todo el continente, y a deshoras, como una junkie maniática taloneando
su dosis, en la madrugada. Con el detalle agregado de que quien mira a esta
Gorgona a los ojos muere de una vez y en el acto.
Hay mil
versiones de la Llorona, al parecer, pero todas las versiones son más o menos
la misma. En lo personal considero y quiero decir que es importante regenerar
una y otra vez esta fábula maldita, que le habla a una parte importante,
sombría, primal de nuestra psique, a un miedo básico nuestro. Es el miedo acaso
a matar lo más cercano, hasta el punto de no poder recuperarlo. Miedo que es
sublimado y mitologizado en leyenda y símbolo mirífico, y se cristaliza en una
historia comunal que ha sobrevivido los siglos.
La foto que
nos ha enviado Elena Gaytán se llama El
grito de las tres, imagino que porque a esa hora es cuando grita la Llorona.
Imagen llovidamente mortuoria y ensombrada (y sin embargo en ningún momento la
foto pierde lo depurado, lo limpio, lo alumbrado y lo elegante). Una piensa en
ese “místico vapor, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo” del
cual habla Poe en La caída de la casa
Usher.
De hecho, ver
a esta Llorona de la foto es como ver a Madeline Usher, pero más limpia de
ropas. Atiendan en efecto el vestido blanco del espectro, no sucio ni
sangriento, sino impecablemente presentado, mágicamente puro, como en una
pintura prerrafaelista, o en una de aquellas ilustraciones de Maxfield Parrish
que yo miraba, cuando niño. En contraste, el pelo negro, como en un filme de
terror asiático, tapándole la cara, detalle apreciable, pues lo que de veras da
miedo no tiene rostro.
Así, el blanco
y el negro se deslindan muy bien en la figura precisa y exacta de la Llorona pero,
alrededor de la misma, blanco y negro se funden más bien en una grisitud
general, una borrosidad, una difuminación, una indeterminación si quieren, en
donde el camino se hace bruma, y la bruma es ya el camino. Tal indeterminación sirve
para darnos una atmósfera sin espacio y sin tiempo, que también puede ser un
tiempo anterior, anciano, onírico, nervaliano.
Ahora que ya
hemos visto el semblante humanoide de la Llorona, flor siniestra, he aquí que
esta se acerca a nosotros, con su grito ausente, palúdico, psicópata,
antihumano, horrible, interminable, como de parturienta de los infiernos. Entre
su caballera azabache y morocha distinguimos en fatídico zoom los ojillos
raudos y biliosos. Ha de estar muy cerca, pues ya sentimos la vida exigua
abandonar la red de nuestras venas, que de rojas pasan a ser oscuridad. Nos
aflojamos. Nunca más veremos a la Llorona. Nadie más nos verá a nosotros.
(Fotosíntesis publicada el 20 de febrero de 2015 en Contrapoder.)
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