Edy Béhar nos
ha enviado una foto de su serpiente de cabeza aflechada, sobre un reguero de m&ms.
Sé que me
gustó el colorido y efecto visual de la imagen. Sé que me gustó el contraste
entre la realidad inocua y dulce de los dulces y el peligro inminente
de la serpiente (aún si solo es un peligro imaginario, percibido, apócrifo).
Otro contraste se da entre lo ocre y pardo y frío y casi húmedo del animal y la
viveza seca y cromática de los m&ms.
Pero también
hay, además de contrastes, similitudes y encuentros: tanto los dulces como el
reptil curvean, son curvos; tanto los inagotables dulces como el escamosa sierpe
texturan y granulan la realidad. Luego hay que reconocer que ambas cosas –serpiente
y m&ms– son tentadoras. La serpiente, tradicionalmente, tentó a Eva, y el
azúcar nos tienta a todos, hasta el punto en que hoy ya se empieza a considerar
una droga y una adicción.
Un áspid llevó
a Eva a comer un membrillo o fruta similar, lo cual le dio muy mala prensa. ¿Por
qué un áspid?, se pregunta uno. Hay que entender que en la antigüedad una
serpiente era cosa corriente a temer, y por tanto a hollar y destruir, y de
allí que el negro literario que escribiera aquella lisérgica y fantástica historia
la nombrara de villana.
En la Biblia
son incontables las injurias al animal serpiente. De hecho, si yo fuera áspid
demandaría a la Biblia. También podría ser interesante –y justo– pedirle a las
víboras que escriban su propia Biblia, a ver con qué cara de bobos comemierdas quedaríamos
de golpe nosotros. Estúpido es confundir una cuerda con una serpiente, pero
realmente estúpido es confundir a una serpiente con el demonio.
Es en la
Biblia donde comenzara acaso una larga tradición de ostracismo y criminalización de los
ofidios, tradición que se ha ido extendiendo hasta la fecha. Las mejores mentes
de todas las generaciones han calumniado a las pobres culebras. Hasta la fecha
la repulsión hacia los ofidios subsiste (“es una serpiente”, se dice de cualquier congénere más o menos oscuro).
Parece que son
muy pocas personas las que pueden conectar con estos seres. Son recibidos como
fríos, ausentes, poco empáticos, perversos, calculadores, y alguna razón habrá
en ello. Pero hay que entender que todos esos epítetos son aplicables por igual
a los hombres. Es decir que los hombres se quieren deslindar de los crótalos,
pero son crótalos ellos mismos. Incluso se dice que tenemos un “cerebro
reptiliano”. No hay en ese sentido ser humano que no sea reptil, batracio. Y
hay sujetos que son particularmente basiliscos y venenosos, por ejemplo en la
política. El Congreso de la República es básicamente un serpentario.
Sierpe somos. Y
peor que sierpes. De hecho a mí las serpientes me parecen más bellas que los
humanos, sus diseños sutiles, esa elegante ondulación de escamas y vértebras.
Se sabe que en realidad y en términos generales son bastante pacíficas y no se
meten con nadie, a menos que alguien se meta con ellas, y aún así. Majestuosos
animales, que nos enseñan a fluir en las situaciones, a desplazarnos de modos
sensatos y creativos.
Por supuesto
no todos los humanos perciben las serpientes con igual admiración. Son muchos
los que tienen miedo de las serpientes, de la misma manera que tienen asco de
las cucarachas. Deberían de sentir más bien miedo y asco de sí mismos. Es lo
clásico: que la humanidad se autobeatifique como especie, otorgándole a las
otras especies rangos inferiores. Y sin embargo somos nosotros los monstruos que
tenemos a las otras especies en campos de concentración, para nuestro consumo
personal.
Para que luego
todavía nos pongamos a hablar del horror de los campos de concentración.
Como yo lo
veo, el ser humano se endigna demasiado en el hecho de estar erguido. Lo cierto
es que todo lo erguido cae. Y en el caso preciso de los humanos hay que decir
que, ya tirados, somos bien torpes. Las serpientes en cambio poseen, en su
postración permanente y natural, gracia e inteligencia.
No sé ustedes,
pero yo me considero amigo de todo lo que se arrastra.
(Fotosíntesis
publicada el 13 de marzo de 2015 en Contrapoder.)
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