Foto:
Claudia Armas
La Antigua es ese lugar reposado, vernáculo, turístico, placentero y placental, pero luego también un lugar impredecible, saturado de intersecciones, de sincronicidades, súbitas protestas poéticas, genialidades sin tiempo y momentos lacrimales.
De tal clase de intersticios prístinos está hecha La Antigua, al
menos para aquel que lleve el alma rajada, abierta: para aquel que se atreva a poner
un pie más allá de las concavidades de lo ordinario.
Claro, si usted es uno de tantos turistas sin imaginación, o por
igual un local cundido de lo convencional –de lo sin ganas– entonces no podrá
estar allí cuando la realidad se desfonde, y dé paso a otra realidad menos
prefigurada, más inconstante.
Tomen por ejemplo esta foto, tan diurna, tomada a un costado de la
Catedral de San José. Vemos en ella un ave detenida ante un muro, en una
especie de eternidad onírica.
Por un lado, lo pétreo de la pared; por el otro, lo ingrávido del
pájaro. Y arriba el fondo intensamente azul del cielo antigüeño. De El Río es esta frase de Cardoza, con la
cual describe su ciudad natal: “De pronto, se desprende un pájaro, gota de
cielo”. ¿No aplica?
En esta foto no puede desestimarse la composición. La fotógrafa le
concedió mucho espacio a la pared, que es como un canvas intocado, puro y
abierto. Y en la esquina, hábilmente capturada, el ave improbable, como si
estuviera allí pintada, como si de hecho no fuera real. Luego nos ha gustado la
cornisa superior, separando el muro y el cielo, hartada por la negrísima
humedad.
Momentos así abundan en Antigua. Diré lo chauvinista, y la verdad no
me importa: que La Antigua, incluso siendo tan diminuta, no tiene ninguna cosa
que envidiarle a Venecia u otra ciudad de esas a la vez implosivas e
inagotables. Tiene eso justamente de vórtice estético, y dentro de ella hay
grietas a mil mundos. Es una ciudad–Aleph. Por tanto es una ciudad perfecta
para la flanneurie místico–estética –tipo
La Grande Belleza– o la deriva
debordiana a pequeña escala. Hay que perderse en ella, como si nos perdiéramos en un
bosque, siguiendo la recomendación de Walter Benjamin. Yo lo he hecho
incontables veces, ignorando todo sentido de orientación, toda brújula, toda
referencia, todo diseño. Deliberadamente, procuro no entender donde está qué cosa
en La Antigua. En ciertos momentos privilegiados, consigo extraviarme.
Es bueno extraviarse solo, pero también es bueno extraviarse acompañado.
Por ejemplo acompañado de la fotógrafa que nos ha dado esta imagen, y que
incidentalmente es mi esposa. Se llama Claudia Armas, y va por la vida
instagrameando momentos como estos, sin mucha formalidad, pero a la vez
continua y entregadamente. Diré que es una fotógrafa orgánica y diré que tiene
mucho ojo. Mientras paseamos los dos, todo lo va fotografiando, con su
curiosidad y con su iphone: flores, insectos, chuchos, texturas, cosas,
materias, pies, ciudades, escenas, amigos, ritmos, noches, tardes, mañanas,
arquitecturas, tonterías, iglesias, arenas, gatos. Y bueno, selfies. Y aves
mágicas en La Antigua. Muchas fotos suyas en instagram.com/claudiaguns.
(Fotosíntesis publicada el 6 de junio de 2014 en Contrapoder.)
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