Son las gaviotas. Son las gaviotas, como
húsares del aire. Son las gaviotas, inderrotadas en el mar inútil. Son las
gaviotas, al final de la tierra. Son las opacas gaviotas bajo el fuego de mil
soles.
El Uesera, nuestro colaborador más leal, ha enviado nueva foto, esta vez de las gaviotas. Se les ve volando juntas, caóticas
y adventicias, en lo gris, con las alas extendidas. La libertad no es tanto del
águila americana como lo es de la gaviota universal.
Por cierto que la gaviota protagonista
de la foto carece de una pata. Y uno recuerda inmediatamente el poema aquel de
Apollinaire en donde habla de los pájaros que solo tienen un ala, y por tanto
vuelan en parejas. En este caso lo faltante no es el ala sino la otra
extremidad, y por tanto la cosa sería más bien caminar a dúo. Porque las
gaviotas vuelan y vuelan, pero también caminan, sobre los largos litorales
mugrientos, en donde un muro invisible nos separa del océano. Y vuelan sobre
pueblos costeros, que en las noches son pillados por vientos nocivos, crispados
y deseantes.
Haríamos bien en sentarnos a escuchar a
las gaviotas, con sus chillidos y pregones, pues nos contarían historias de
viejos descubridores y piratas, historias de glorias y lacerias, historias que
se han desleído con los siglos, pero que ellas las gaviotas conservan en su
soledad de especie, como sagrada y marítima recordación. En el pico, las
gaviotas llevan un gajo de la memoria de los piélagos.
Las gaviotas dan esperanza pero también
dan miedo. Son como los cuervos del mar, y a veces, en bandada hacen cosas
horribles, hacen cosas siquiátricas, entre alaridos coronan y recaman a sus
presas de sangre chisgueteada, en fragor gregario y anarcoide. Es el pánico de
las gaviotas asesinas, que incluso se autoviolentan rijosamente entre ellas, en
comunidad guerrera, desgarrada y carroñera. También hay que verlas comer vivas
a las ballenas beatas. O atacar nada dulcemente a los turistas, sobre un
malecón extraño.
No pretendo rendir un comentario negro
de las gaviotas blancas, pues también son luminosas y nos hacen falta, como nos
hacen falta los tábanos y los monos y todos los animalitos del Señor. En la
ciudad nunca las vemos, lo único que vemos son los muertos hervidos sobre las
banquetas, y hemos de limitarnos a soñar con ellas. Menos mal tenemos los
zanates, sagaces protectores.
Por mi parte, puedo decir que renaceré
en gaviota. Renaceré en gaviota recortada contra el cielo, renaceré en claridad
de gaviota, gaviota que de vez en cuando queda atrapada en petróleo, lo sé,
pero no importa, porque ellas las gaviotas son las hermanas infinitas, y yo
quiero ser desde luego una de ellas. No me interesa convertirme en el pelícano gigante,
que se parece un tanto al albatros aquel de Baudelaire, tan torpe, tan ridículo,
prefiero renacer en gaviota menuda, sin fatiga, poesía entregada, símbolo sin
fin, costilla del cielo.
En una noche deprimida, una de esas
noches densas y sin ventanas, acuérdense de las gaviotas, y especialmente de esa
gaviota erguida sobre un yelmo.
(Fotosíntesis
publicada el 10 de febrero de 2017 en Contrapoder.)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario