Eso de que hay
cosas bellas y no cuestan nada es cierto. Cosas que no tienen nada que ver con
rendir utilidades ni modelos económicos ni con rojas estrategias de marketing. Cosas
que están fuera de la hibris violenta de los seres humanos. Cosas que están más
allá de nuestras alharacas políticas y nuestras paranoias de poder.
Cosas como esta
hoja. Cosas como el verdor de esta hoja. Cosas como el rocío que la puebla.
La foto me la
mandó Cesy Rodriguez, una vez que puse a circular una convocatoria para que las
personas enviaran imágenes a la presente sección (convocatoria abierta, por
cierto: pueden toda vez pasarme sus fotografías a mi inbox de fb, cuya
dirección es facebook.com/maurice.echeverria).
Alcance con
decir que la foto nos muestra el portento de una gota y de muchas. Esas esferas
transparentes, esos domos delicados, bóvedas líquidas, lágrimas puras, ojos de
agua circular, manufacturan un milagro, y es el milagro prístino de la vida.
La vida
trabaja muchas horas–hombre y trabaja muchas horas–mujer para que funcione la
vida. Pensemos por un segundo en el proceso de la fotosíntesis: una poderosa danza
de luz que produce información y energía material extremadamente sofisticada y
elástica. Para que la fotosíntesis pueda darse, toda clase de condiciones
tuvieron que reunirse e integrarse.
Dije que la
vida trabaja mucho para que funcione la vida. Pero aparte de funcional, la vida
es todo un espectáculo, eufónico, estético. Una hoja, por ejemplo, es una
estructura diferenciada y elegante con toda suerte de patrones delicados. Y no
solo halaga nuestra sensibilidad, es sensible ella misma, abierta a su entorno,
capaz de amar y sufrir, con una historia de savia y sustancia que contarnos.
Decía Henry
Miller que con atención inclusive una hoja de hierba se transforma en un misterioso,
increíble, magnífico, incomparable mundo. Y no obstante estamos tan ocupados
persiguiendo lo que siempre andamos persiguiendo –y que ni siquiera
conseguimos– que ya ni nos fijamos en la maceta del cuarto.
Esta
inatención podría resolverse con un simple viaje de psilocibina. Entonces lo
que termina ocurriendo es que nos quedamos dos horas seguidas analizando,
vencidos de éxtasis, un tallo, un pétalo, un insecto, tan anaranjado. Lejos de
matarlo, entendemos que ese insecto es
sagrado y que él también tiene una consciencia. Y lejos de ignorar la hoja, nos
hermanamos con ella, e incluso la tomamos por maestra, pues reconocemos que es
portadora de diseño, inteligencia y evolución.
En medio de
un universo que unos creen lento, gastado y frío, hay un planeta grávido de
indescifrables coloraciones y configuraciones y señas y cromatismos, y es el
nuestro. Dicen que es codiciado por los mismos ángeles.
(Fotosíntesis
publicada el 24 de febrero de 2017 en Contrapoder.)
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