De las
profundidades de mi psique oleaginosa, brotan, al ver esta foto, una o dos
memorias. Pobre de mí, asaltado por la nostalgia.
He contado ya en este espacio, creo y me
parece, que mi infancia, o parte de ella, la viví en la Zona 18. Al lado del
aserradero, y entre el Puente Rodriguitos, dábase un bosque y era un bosque en
donde yo pude ser un niño y pude ser un bárbaro. Yo era el niño salvaje que, con
su espada de madera, corría por la floresta compleja, casi filosofante, sutil
de sol y refulgencia. Recibiendo toda ese prana sutil mientras me desgarraba
con las espinas –sangre y savia– y caía en los arrabales del verdor,
arrabalero que yo era. Mi única coartada era ser libre. Ser libre y jugar, y
observar, entre el asombro y el horror, un cuerpo de gusanos negros, verbena
fluida, o bien una mariposa inviolable, demasiado bella para no horrorizarse. ¿Han
puesto la mano sobre una rama que resultó ser un insecto?
Pregunten si no tengo lágrimas en los
ojos, al recordar esto. Al recordar los graves árboles, más sabios que un
pundit de la India, y más callados, y yo entre la maleza estaba solo, pero era
uno del montón. Árboles habían de toda clase, y me anonadaban con su muestrario
de hojas –hojario– por donde el sol se colaba tempestuoso. ¿Qué otra cosa, sino
luz, podía ser uno, y podía ser todo?
Luz inasible que sin embargo las hojas
captaban y absorbían, luz inasible que sin embargo era lo suficientemente
poderosa para sustanciar esos enormes troncos rugosos, rugosos como la
mano de un gigante trabajador sencillo. Ante esos árboles uno se sentía
chiquito, enano. Pero no estaba mal ser un enano, en un mundo mágico de hadas y
elfos.
El sol, decíamos, penetraba la floresta,
y se posaba en la tierra, de hojas cubierta, un claroscuro fabuloso, como si la
medianoche y el mediodía, la sombra y la luz, se besaran y amancebaran en la
frondosidad. Con emoción iba por los senderos, buscando hongos, esos reyezuelos
de la lluvia, y líquenes, que se organizaban en la humedad profunda, la honda
espuma de la greda. Estoy seguro que si hubiera cavado habría encontrado un
albatros o zope alquímico, una Atenas o Damasco de raíces, una caligrafía
insondable y sacramental.
Yo era un niño alimentado por la energía
profunda de esa tierra, asistido por los pájaros y los tacuazines. Toda mi
sensibilidad, toda mi idiosincrasia, todo mi poder imaginante, provienen de
aquella zona numinosa de infancia.
La Perla se llamaba aquella propiedad. Pero
esa edad de resplandores pasó hace mucho tiempo. En la zona 18 ya no hay
bosques, solo maras, aunque las maras ya existían entonces, lo recuerdo. Todos
seremos pasto del fuego de la ciudad. Trato de imaginar si existirá alguna luz,
para nuestros nietos. Estoy a punto de decir que no. Pero en vez de eso pido
para ellos un árbol.
La foto la tomó María Anthonella León
Abad, fotógrafa amateur de nacionalidad ecuatoriana.
(Fotosíntesis publicada el 13 de
diciembre de 2016 en Contrapoder.)
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