Llega el momento en la vida de todo ser
humano cuando este tiene que solicitar a un completo extraño que le tome una
foto.
Por lo general esas fotos que estos
extraños nos toman no son geniales –no imágenes de Arbus, de Moriyama, de Capa,
de Modotti– pero sí correctas, pasables.
Especialmente en estos tiempos, en donde
uno puede ver por la pantalla del celular el resultado fotográfico en tiempo
real y previo al click.
Pero desde luego hay ocasiones en que el
extraño es un completo idiota y no puede formular un encuadre básico. Como es
el caso presente, en donde unos dedotes tapan la magnificencia del Cañón del
Colorado. Es el peor de los faux pas, en lo que a fotografía respecta. Qué
sincronía para ser tan malo –tan mula– con una cámara.
¿Hay algo más vasto y mejor que el Gran
Cañón? ¿Que este inmenso clamor bermejo, cosido a través de millones de años?
¿Que este vientre infinito, pariendo pétreas y musculadas cáscaras geológicas?
¿Que este palacio natural, de sol y de tierra, abnegado y místico, tangible y
no tangible? ¿Que este monumento natural pero a la vez tan alienígena? ¿Que este
pacto de precipicios, laberinto de paredes de polvo, cruzado por tremendo río
ocular, que fluye y refluye, que zigzaguea como una poderosa serpiente nativa y
sagrada? Su mera vista nos desconyunta, nos asfixia, nos transeleva, mientras un
águila planea en la nada del espacio.
rrr, guatemalteco que vive en
Texas, fue quien me envió la foto, y es él quien está presente en ella. Está
con su hijo, el mayor, ante esta grandeza que es grandeza que es grandeza. Han
decidido viajar solos y juntos. Y ahora es el momento de una foto: no de una
selfie, que podría en cierto modo banalizar toda la experiencia, sino de una
foto en el sentido más clásico, más antiguo de la palabra. Pero ocurre que el extraño
a quien le han pedido la foto es un idiota, como ya dije. Es un idiota y gotea esa
salada estupidez de quien no sabe hacer nada con reverencia. Inclusive si pasaran
incontables siglos, como los que pasaron en el Gran Cañón, el idiota jamás
podría dar una foto mediana y regular, o medianamente regular. Imagino que
cuando Wilmar recibió su celular o aparato fotográfico de vuelta, solo quedó en
su ser un estupefacto mutismo.
Lo único rescatable de la foto es el
evidente amor que el padre siente por su hijo, y la mirada curiosa y
exploradora del este, perdida en no sé qué lejanías. Por suerte todavía
alcanzamos, con todo y los egregios dedos, a presenciar algo de ese Dios macizo
y terráqueo, el Gran Cañón.
A Wilmar Mejía ya antes lo habíamos
fotosintetizado, en una columna llamada, ¿cómo se llamaba?, se llamaba Carne.
(Fotosíntesis publicada el 4 de noviembre
de 2016 en Contrapoder.)
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