Muchos ven a
los favorecidos como monstruos desalmados que solo les interesa vestir con
prêt–a–porter de lujo, y hablar mal de los pobres. Y es verdad que hay muchos
hijos de papi, y de puta, con esas características. Así y todo, me parece que
se dicen muchas barrabasadas respecto a la gente con billete que no son ciertas,
que vienen de un puro prejuicio y de una suerte de discriminación social
inversa.
Pero desde
luego también he podido ver, y a menudo muy de cerca, las asquerosidades sedimentadas
por los pudientes. Me ha tocado escrutar, a través de los visillos de mi culpa de
clase, sus protocolos amierdados, sus rituales mezquinos, sus correlativas
mentiras.
También he
visto cómo la burguesía siempre está casi arquetípicamente ligada a las falsas apariencias:
todos ese sistema de contratos y microcontratos, acuerdos y subacuerdos,
ensamblados para crear una fachada categórica. Viene al caso la máxima de La
Rochefoucauld: “El mundo recompensa antes las apariencias de mérito que el
mérito mismo”. Podemos agregar, de un modo recíproco, que el mundo castiga (por
comisión u ostracismo) el incumplimiento de la etiqueta apariencial, antes que
la transgresión propiamente. Es la caverna platónica en todo su esplendor. Es
decir, en toda su sombra.
Todo esto
viene a propósito de una imagen de la fotógrafa (emergente, diría ella) Maru
San Pedro. Es una imagen que requiere contexto, mismo que daré en el próximo
párrafo. Antes quiero que pongamos atención a la foto, en donde aparece la
propia Maru, vestida con mucha corrección de clase, en una mañana o tarde
burguesa, sobre un asiento de cuero, atrás los jardines reales. Notemos lo que
la imagen tiene de ligeramente exagerado. Es como si hubiera en ella algo fuera
de lugar. Se parece un tanto a esas fotos de los estudios comerciales de
fotografía, en donde siempre es observable cierta rigidez social. En tanta
postura hay, por supuesto, una impostura.
Ahora bien,
quienes conocen a Maru San Pedro saben que esa imagen de ella poco tiene que
ver con ella misma. Es, pues, una puesta en escena. La imagen forma parte de
una serie fotográfica llamada Siguiendo
el Rol. Al decir de la propia Maru, la serie “busca mostrar por medio de
autorretratos lo que algunas mujeres sienten cuando sufren de la influencia de
las mamás que quieren dirigir la vida de sus hijas y desean que actúen de
alguna manera en su forma de vestir y actuar”.
La explicación
sigue: “En este caso la imposición de ser como una mujer en sociedad, elegante,
que sigue las reglas y que debe cumplir con todo el contexto como el de
casarse, tener hijos y pareja”.
Añade: “La
muestra es una crítica hacia esos convencionalismos que tienen peso en su vida
y no acepta”.
Así pues, Maru
San Pedro ha decidido para este serie vestirse con la ropa, pelucas y maquillaje
de su madre. De su madre que –por cierto– ayudó en la dirección de las
fotografías, y hasta tomó algunas, tenemos entendido.
Otras fotos de
la serie nos muestran a una Maru rubia, tomando café y brioche, en un setting
principesco y recortado de vergel, con la mirada majadera de quien no tiene mayor
oficio en la vida; o a Maru en una sala (los santos, las pinturas, la
insoportable sala) sosteniendo un perro, el típico perro propio de las señoras
adineradas; o a Maru maquillándose, mientras unos zapatos cuelgan de un
perchero de zapatos...
El título de
esta columna es por supuesto una alusión a la película de Buñuel, El discreto encanto de la burguesía. Quisiera
terminarla diciendo que siempre hay algo de surrealista en cualquier esfera
burguesa. Y que hay algo más o menos oscuro en ese surrealismo, aunque parezca
tan dorado. Todo eso es más que evidente en el surrealismo burgués
guatemalteco, que es surrealista como ninguno, sobre todo por la forma como
contrasta con la pobreza circundante, con los muertos de hambre y los muertos a
secas.
Ese estilo de
vida tan fastuoso se levanta sobre los escombros de la barbarie.
(Fotosíntesis publicada el 9 de abril de
2016 en Contrapoder.)
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