La riqueza que
hay en lo que no vemos, en la escalas mínimas de la existencia...
Los textos de
Fotosíntesis se inspiran en fotografías que gente amable me envía. Eso quiere
decir que los temas no los pongo yo, en primera instancia: los pone el
fotógrafo. Son, en cierta medida, temas exógenos. Una bendición, en verdad, que
esta sección me permita tocar tópicos que normalmente no tocaría.
Que yo nunca
de mi propia volición hablaría de insectos neópteros es más o menos un hecho. Y
sin embargo estoy a punto de hacerlo, a raíz de la fotografía que me ha enviado
Rodolfo E. Peña, contacto de facebook, y personaje que yo intuyo de
sensibilidad científica.
La imagen
revela un momento de gran intimidad fotográfica: unos diminutos bichos, en un
tallo, a lo mejor chupándole savia. Los vemos y ellos parecen vernos desde lo
que técnicamente parecer ser su ojito. Son insectos de la familia de los
toritos, me explica Rodolfo E. Peña.
Membrácidos,
para más señas. Nada hay más raro que un membrácido. Esta clase de criaturas,
aparte de las dulces patitas, tienen el pronoto agrandado, que es como todos
quisiéramos tenerlo. Noten además la vellosidad, la pubescencia, tanto de la
planta como del insecto. El rapport es evidente. Es lo que los expertos llaman
mutualidad.
Escribiendo esto,
entra mi mujer al cuarto, mira la foto en la pantalla, exclama: “De esos habían
en mi casa de Zacapa: se disfrazaban de espinas”.
Y en efecto,
estos insectos chiquititos y milimétricos son maestros del camuflaje. Algunos
por ejemplo se visten de hojas, o se visten de otros insectos, de hormigas, lo
cual es ya como una visión en enteógenos.
Definitivamente,
los mebracidae son fascinantes. No
hay que ser entómologo para asombrarse ante sus coloraciones, formas,
protuberancias, cuernitos. Cualquier serote con delicadeza mínima aceptará que
son criaturas heteróclitas y alucinantes. “Con un poco de imaginación hasta podrían
salir en una lica de ciencia ficción como alienígenas”, ha escrito Rodolfo E.
Peña. Y Maurice E. Melville está de acuerdo.
Voy a poner mi
solidaridad aquí, ya no solo con los membrácidos, sino con los insectos todos:
seres sensibles, que viven en su propio tiempo, espacio y nivel de consciencia.
Y sin embargo ese nivel de consciencia no está totalmente apartado del nuestro.
Cualquier humano que quiera entrar en el campo mental de un insecto, puede
hacerlo. Es como una meditación. Pronto está uno teniendo conversaciones
telepáticas con ellos. Así por ejemplo con una cucaracha, con una arañita. No
digo a menudo estas cosas. Hay personas deseosas de encerrarme en el manicomio.
Pero el loco es el otro.
Pongo punto
final a esta columna, pero no sin antes saludar a los habitantes del mundo
chiquito, que sufren tanto como uno, y a menudo más.
(Fotosíntesis publicada el 2 de octubre de
2015 en Contrapoder.)
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