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Feria y cementerio


La presente, de René Adolfo Girón, fue tomada desde lo alto de una (desvencijada) rueda de Chicago, en la feria de Sololá. Nos da un único, nos da un sugerente panorama, mitad verbena, mitad necrópolis.
           
¿No es bonito cómo este urbanismo pueblerino conjunta lo vivo y lo muerto? En los pueblos no son inusuales estas cosas. Hay pueblos en donde las tumbas se te meten al jardín, en plan Poltergeist.
           
Es cierto que hay un muro separando la romería y las sepulturas. Quedando de un lado la feria con sus churros, sus juegos mecánicos, sus lucecitas anfetamínicas, sus patojos contentos; y del otro el cementerio (que me recuerda un poco al de Pana, en donde una mañana me pasé pintando una tumba) con sus difuntos tan guardaditos, en estado de vasoconstricción total.
           
Pero desde el aire (de la presente foto) uno nota lo insignificante que es esa pared separadora: se diría que hay de hecho una continuidad constante entre la romería y el fosal.
           
Lo digo en varios sentidos. A mí me ha tocado estar en ferias que parecen más bien cementerios, en donde los juegos están ominosamente vacíos y los visitantes parecen zombis o fotocopias mortuorias y marchitas de seres humanos, con aspecto de no haber tenido sexo en cinco años y como si tuvieran adoquinada el alma.  
           
Pero luego hay cementerios que son la pura fiesta. Y es que la muerte tiene a veces eso de carnaval, de creativa cerotera cósmica.
           
Será por toda esa actividad y orgía de goblins y fantasmas… O será porque son buenos lugares para ponerse hasta atrás. Recuerdo que yo me iba a drogar a los cementerios, al mejor estilo de Easy Rider, mezclando en mi caso psilocibina y cognac, porque uno era dado a ese tipo de mixturas ya casi victorianas.
           
Recuerdo una vez que, hace muchos, varios años, terminamos bien cruzados con un cuate en el Cementerio General, allí nos encontró la madrugada, un primero de noviembre, con su ritual exultado de flores y el gentío a raudales que venía a visitar a sus dormidos. Nos cayeron un montononón de tiras, y mi cuate en su noble pedera se estaba poniendo proporcionalmente brincón con ellos, no la mejor de las ideas… Por fortuna, salimos de allí ilesos.
           
En fin, a lo que iba es que el muro que separa la vida de la muerte es menos relevante de lo que parece. A veces un vivo se cae de la Rueda de Chicago, y termina muy pronto residente de un panteón en la sección adyacente. Y a veces, en cambio, algún espectro se sube a los juegos mecánicos que empiezan a moverse sin la ayuda de ningún ser vivo, para horror del guardia nocturno…
           
Muy pronto entenderemos que la cosa es más como aquella escena final de Underground, de Kusturica, en donde los muertos bailan sin pudor con los vivos, qué parranda apocalíptica. O también como el Día de Muertos mexicano, en donde las calaveras salen alegremente a saludarnos.
           
Las dos dimensiones se están tocando todo el tiempo, verán; y no son dos.


(Fotosíntesis publicada el 21 de agosto de 2015 en Contrapoder.)


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