El mismo banquito
de plástico, la misma mesa repetida, el mismo pardo mantel, el mismo instante
quieto, entre lo blanco y lo negro.
Doy gracias al
Eterno, porque me da una nueva jornada en este lugar que amo sacramentalmente,
contiguo a todos los cementerios.
Pero eso es
solo una forma de decirlo, porque en realidad esta jornada nunca habrá de
acabarse. Un millón de veces he tomado mis alimentos aquí, sé que lo volveré a
hacer otro millón de veces.
El hombre es una
matriz de gestos repetidos, un supercírculo que nunca anochece. Antes que el
carbón los atrapara, todos los diamantes ya han sido modelados, ya han sido
colocados en la curvatura del anillo, que ya fue extraviado, en el fondo de un
lago.
Seguro, soy
viejo. Las formas cambian. El pelo es blanco y me duele la médula. No subo más
esas largas escaleras ocres de mi pueblo, de mi pueblo que ya no existe,
tragado ominosamente por las lluvias. No, no subo más: no puedo. Mis piernas
delgadas ya no me acarrean como lo hicieran en otros tiempos... Los nombres se
pierden en los contornos que se difuminan... Conozco lo que es ver a mi hijo y
no reconocer en su rostro el mío propio... Las cosas, siempre en fuga, en
infamante devenir, en participación urgente, están pintadas con el eco de la
ceniza...
Pero todo eso
poco importa, porque yo sé que mi vejez es casta y es eterna, y lo es mi misteriosa
juventud, que late como un río universal.
Es eterno este
muro augusto que se va borrando dulcemente, ante el aguarrás de las horas. Sus
manchas vitriólicas, sus terrosas incisiones, que tanto admiro, me van dando
una inacabable conversación, y sus musgos genéticos son mi inmortal compañía, y
su frío de astro resuena sin cesar.
Aclaro que no
es el hondo granito de este muro lo que lo salva para siempre: es, nomás, que
está hecho de conjuro, formado con el talco mismo de los sueños. Ni el muro
puede realmente morir, ni yo caer ejecutado. Soy como una herida, como una
incisión o intervalo en el espacio absoluto, sangrando vacío. Se equivocan todos
esos señores y señoras que llevan flores malvas a sus muertos, ayer, hoy y
mañana. ¿No se dan cuenta? Muertos y vivos están hechos de la misma brisa de
nadie.
Después de
comer, sacaré una hoja de papel, y un lápiz, y escribiré un poema sobre un
anciano que se sienta a comer todas las mañanas en un mismo sitio, al costado
de un muro que ha de ser alto, contiguo a todos los cementerios, en la mañana
tan fresca. Al cabo de un rato, dejaré de escribir, y levantaré la mirada:
habré sentido que alguien me mira, o que alguien me está escribiendo.
Salvo que
estaré solo.
(Fotografía cedida
amablemente por Clodvin Fernando para esta edición de Fotosíntesis.)
(Fotosíntesis publicada el 4 de septiembre
de 2015 en Contrapoder.)
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