Nuestro
pluralismo tardío –tardío porque que ha nacido con unos treinta o cuarenta años
de retraso, y porque realmente nunca termina de nacer ni presumiblemente lo
hará jamás– ha conseguido no obstante una victoria. Ha conseguido que se cambie
el nombre del Estadio Mateo Flores a Doroteo Guamuch Flores.
Es una victoria
por lo menos simbólica. Por ser simbólica es inmedible, ha de saberse, pero a
la par trae consigo una modestia: la de confirmar más la excepción, que la
regla. Así pues, el cambio de nombre de Mateo a Guamuch no representa ni tutela
una metanoia nacional. Más bien ha servido de ocasión para que salgan, ya con
arsénico, toda clase de belicismos discriminatorios, según pudimos pronto
comprobar.
Hablábamos el otro día con mi esposa que
aquí una persona tiene que tener los ojos azules para que le viralicen el
secuestro. Es evidente que la manera en que se perfilan y expeditan los
asesinatos en Guatemala tiene un componente racista y clasista. Aquellos que no
han nacido en determinada esfera de poder o influencia viven fuera de la
catedral de la riqueza, educación, seguridad, salud, justicia y comunicación. Y
no es secreto –aunque son legión los que pretenden meter convenientemente el
dato debajo de la alfombra– que la gran mayoría de estos derrelictos sociales
son indígenas. Para los indígenas las sirenas nunca suenan. Decir esto es para
algunos una cosa de facciosos.
¿Deflacionará, se
derretirá el glaciar del racismo alguna vez, o estaremos condenados a lo
perpetuamente pírrico? En un sentido es cierto que la figura del noble Doroteo
Guamuch se ha beneficiado del no menos noble cambio de nombre del Estadio, pero
en muchos otros sentidos no. Ciertamente, no en los sentidos económicos y
materiales, como ya se dijo hasta el hartazgo. Más han ganado, pareciera ser a
veces, los pluralistas exaltados, que han podido quitarse sus yelmos heroicos y
mesiánicos, y decir, desde su dorada progenitura transformacional: chicos,
hemos ganado.
Creo que es por
lo mismo que he elegido esta foto, para la presente Fotosíntesis. La misma nos
muestra (según me explica Vinizzio Rizzo, el autor de la imagen) los asientos
honorarios que pertenecen a la familia de Doroteo Guamuch Flores. Por un lado,
hay un gesto emblemático ahí –ya es algo– pero de otra parte uno mira la
plasta de cemento, los dos asientos modestos y raquíticos, y entiende lo
vulnerable de toda la situación. No es que estemos pidiendo, tampoco, el palco
real de la Escuela Española de Equitación de Viena o el de la Ópera de
Budapest, simplemente nos estamos montando sobre la imagen, para transmitir una
metáfora social. Cuando se les da asientos honorarios a los indígenas, ¿qué se
les está dando, realmente?
(Fotosíntesis
publicada el 21 de octubre de 2016 en Contrapoder.)
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