Monica Macal me ha enviado
una fotografía que tomó en Pahoj, una aldea de Rabinal. La foto (llamada
“Destino forzado”) nos muestra a dos indígenas, y decidí fotosintetizarla
porque me da chance de escribir sobre un tema que me ha venido taladrando el
cerebro estas últimas semanas.
Si una persona con cierta
sensibilidad social mirase esta foto, inmediatamente podría pensar en todas
esas mujeres indígenas sin rostro y excluidas (de espaldas). Lo cual está bien,
dado que odiamos la discriminación en todas sus formas: racismo, machismo, etc.
Decir que la igualdad–diversidad
es una agenda necesaria y permanente es para mí tan obvio –y para las personas
de buen juicio (me gustaría pensar que son las que mayoritariamente leen esta
revista)– que ni siquiera voy a enfatizarlo aquí demasiado. Pero hay un tema que
no es tan obvio –ni siquiera para las personas de buen juicio– y es el que me
gustaría tocar en la presente columna.
Así como he hecho mía la
obligación de alertar contra las sombras de la discriminación, también he hecho
mía otra obligación, que es la de alertar contra las sombras del pluralismo
tóxico. El pluralismo tóxico ocurre cuando la cultura de la diversidad es
incapaz de ver sus propias estrategias torcidas, sus propios defectos y sus
propias sombras.
Por ejemplo, una estrategia
torcida del pluralismo tóxico es el que yo llamo pseudopluralismo. Me refiero a
esa lógica tendenciosa y deshonesta que reconoce cierta clase específica de
diversidad, mientras excluye otras. Con lo cual la alteridad queda trunca,
incompleta. A veces llega incluso al extremo de propagar una suerte de
discriminación inversa. Un caso típico es el de quien acusa a diestra y
siniestra de racismo a cualquier persona cuyos criterios no encajan en su
modelo dogmático de re–normativización cultural. Por supuesto, el asunto con
sacar la carta del racismo indiscriminadamente es que también es una forma de
discriminación. El pluralismo unidireccional incurre en el error de rechazar
una forma tóxica de discriminación, mientras que legitima otras variantes no
menos tóxicas. Mi punto es que todo pluralismo que no sea reversible y
criticable no es pluralismo real.
¿Qué pasa cuando el
pluralismo no puede ver sus propios extremos (cinismo desencajado, de un lado;
pétrea corrección política, del otro)? ¿Cuando no está dispuesto a trabajar sus
propias sombras, cuando no examina sus propos mitos, cuando no asume sus
propios modos de ostracismo y agresión?
Entonces caemos en la
diversidad narcisista y autoritaria. Un error del pluralismo es pensar que
porque su enfoque es pretendidamente abierto carece de ego, de implosividad.
Pero de hecho el egocentrismo multicultural existe, y desde su agenda contenida
produce toda clase de mitos pluralistas, a menudo no examinados. Nada malo hay
en mitologizar, por supuesto, siempre y cuando examinemos a fondo esos mitos
nuestros, cuando los comprendamos como mitos, y cuando no estén sujetos a una
reactividad circular.
Agradecemos a Monica Macal
por enviarnos esta nueva foto (ya la hemos fotosintetizado antes) que nos dio
la oportunidad de plantear esta ligera reflexión.
(Fotosíntesis publicada el 26
de agosto de 2016 en Contrapoder.)
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