Esta
fotografía angustiante me la envió Cristian Raxón, es de su autoría. Le puso
por nombre “Quetzal enchachado”.
Que un ave de
tan exultante belleza (“colibrí gigante”, lo llamo Asturias en su poema Tecún Umán) pueda estar así de encerrado
es algo así como un gran oscuro escupitajo. Puedo decirlo yo, que he visto
quetzales libres.
Curiosamente,
nos lo vi en lo más alto de la Sierra de las Minas, donde los fui a espiar; ni
siquiera en el verdísimo Biotopo, donde me introduje para talonearlos.
Los terminé
viendo –allí casuales– en un lugar nimio al lado de la carretera de las
Verapaces. Con lo cual se demuestra que lo sagrado no hay que ir a buscarlo al
culo del mundo.
Decir que el
quetzal (pharomachrus mocinno) es un
ave realmente autónoma es algo que hay matizar. Lo cierto es que es un animal
que ha perdido no poco de su hábitat, debido al avance predador humano. Su
libertad será cada vez más una libertad limitada: una libertad de reserva. Sin
contar que, a veces, a los quetzales los cazan.
Y a veces los
encierran, como en este caso de la foto. Para que sepan, la misma fue tomada en
un zoológico de Chiapas llamado Zoomat.
Zoológico en
donde por cierto consiguieron que el quetzal se reprodujera en cautiverio, una
cosa que se pensaba imposible. Con ese mero hecho, toda una narrativa –la del
quetzal como símbolo incorruptible de independencia– se nos vino, más o menos,
abajo.
Añadido al cautiverio físico, es de pensar que muchos de nuestros relatos y
asociaciones en torno al quetzal traducen otra ominosa forma de cautiverio: el
cautiverio simbólico.
Piénsese en esas
plumas de quetzal que adornaban a los gobernantes precolombinos: ¿no está allí,
en pleno, la vanidad representativa del poder? ¿y es que las plumas arrancadas
a un ave muerta o viva distinguen?
Del lado de
los conquistadores, también se explotó figurativamente al quetzal, tanto que
nos dijeron de chiquitos, en un gesto de
propaganda mítica, que el pecho del quetzal es rojo porque está manchado
de la sangre derrotada de Tecún Umán.
Para que luego
todavía convirtiéramos al quetzal en nuestra moneda nacional. Realmente, es una
triste degradación pasar de ser un formidable aspecto del Dios Formador Gukumatz
a ser el simple, sucio, barato dinero de todos los días.
Y luego, no
bastándonos asociar el quetzal al poder y al dinero, también lo hemos asociado
al prestigio, y de esa cuenta existe la llamada Orden del Quetzal. En efecto,
la misma que Arjona devolviera este año, y la misma que recibiera, en su
momento, Pinochet.
Como se ve, agarrar
a un animal y usarlo de emblema no es necesariamente algo muy digno para el
animal, aunque así lo parezca. Tenemos al quetzal atrapado en toda clase de torcidas
transacciones nominales y alegóricas.
Pero yo diría
que el peor crimen de todos es vincular el quetzal a un régimen de cursilería patriótica
perpetua: eso sí que es servidumbre.
(Fotosíntesis
publicada el 30 de octubre de 2015 en Contrapoder.)
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