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El vacío y la forma



María Herrera nos envió el año pasado una imagen, con la cual hicimos la columna llamada Patojito Gurú, hallable por demás en el blog de Fotosíntesis.
           
Ahora procedemos con otra foto suya, que es la foto de un árbol incomparable: un cerezo del Japón, o sakura.
           
Nos informa Herrera que de esos hay muchos en el Kungsträdgårde, un parque en el centro de Estocolmo (donde fue tomada la foto, y donde María Herrera estudia) y que florecen así en primavera.
           
Qué espectáculo, de verdad: esas emanaciones rosadas, sangrando belleza, sobre el esqueleto vivo del árbol: flores como delicados heraldos de un mundo delicado y exquisito.
           
La foto la elegí claro por su belleza, pero también porque nos facilita una pequeña reflexión budista, en torno a la forma y el vacío.
           
Está la forma, para empezar, en este caso representada por los troncos, ramas, flores, hojas, nervaduras; todo ese amplio recorrido vegetal; esa visión de contornos y cromatismos; planos y subplanos.
           
Luego está el vacío. Muchas veces, cuando un ser humano levanta la vista y mira un árbol como este, se fija en todo eso, pero no le concede atención al cielo que está detrás y que posibilita los contrastes, las apariciones fenoménicas.
           
Lo mismo ocurre cuando vamos al cine: vemos las imágenes en la pantalla pero no damos mayor atención a la pantalla como tal.
           
La razón es clara: la película –la historia– es lo que nos parece excitante. La pantalla, en cambio, nos remite a algo más bien frustrante y tedioso. Dicho así: nadie pagaría por ver la pantalla si no proyectasen algo en ella.
           
Podemos decir que la forma nos gusta porque nos estimula, pero también porque confirma nuestra propia forma, nuestro contorno personal y nuestra historia íntima. Si existe lo otro, entonces nosotros también existimos. El vacío de la pantalla, en cambio, muestra lo que no somos, y esa es una experiencia que puede llegar a ser terrorífica para cualquiera.  
           
Y sin embargo, sin el fondo, la forma no sería posible. Eso que está detrás de la forma, y entre la forma, es decir el cielo, es decir el espacio, es realmente su contexto posibilitador. Estamos hablando de ese útero siempre abierto en donde todo surge sin obstrucción. Gracias a este vacío fértil es que las cosas, de hecho, son.
           
De esta manera, empezamos a apreciar la misteriosa conexión que hay entre el árbol y el cielo, entre la forma y el vacío, hasta el punto en que no podemos realmente decir si forma y vacío son dos cosas aparte. El espacio no se limita a rodear la forma, la forma en sí misma es expresión del espacio, y de igual modo, el espacio está presente en cada una de las formas.
           
Todo el milagro de la iluminación, en un árbol de cerezo.


(Fotosíntesis publicada el 13 de noviembre de 2015 en Contrapoder.)

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