CRÉDITO:
‘Estación’
de ‘Maurice Echeverría’
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La foto que
Vd. está viendo la tomé yo mismo. La tomé en una estación, no recuerdo de cuál
pueblo o ciudad de las Europas, durante mi luna de miel, hace diez años.
Tengan claro
que no planeo poner muchas fotos propias en esta sección, pero decidí poner la
presente porque parece que está suficientemente bien resuelta, en términos de
composición, punto de fuga, etc. Y esa luz que hay en ella es algo así como la
luz que ven los moribundos, la luz al final del túnel: luz numinescente, luz enigmática,
luz nimbando los contornos.
También hay
una banca desierta.
Y un tren con
su latón polvoriento.
Y a contraluz,
un viajero, su maleta.
Y en la
maleta, una pregunta.
Yo adoro los
trenes. Cuando era chiquito, viví al lado de la línea del ferrocarril, en la
zona 18. Tuve una infancia pues ferrocarrilera. El tren que allí pasaba era uno
muy viejo, nada brioso, como de Far West. Y yo –que era un pequeño gangsta– le
tiraba piedras, mientras pasaba.
Adoro los
trenes, y adoro sus estaciones, por ser espacios oraculares y poéticos y
enigmáticos (que siempre dan buenas escenas y buenas historias). Las mejores,
por supuesto, son las estaciones vacías o cuasivacías. Algunas viejas
estaciones, en pueblos especialmente perdidos, son excepcionales.
Hay que amar
las estaciones de tren, con sus relojes ansiosos, sus líneas de alta velocidad,
amanecidos hangares, súperhorarios, gestión de circulación, criaturas puntuales
e impuntuales, sus soledades y sus mequetrefes. Aquí todo sabe a policíaco y a
thriller de espionaje. A la salida de cada estación, un criminal, un ángel, un
taxi o nadie.
Nuestro gran
pavor es quedarnos varados en la estación. Como en aquel cuento impecable de
Arreola, llamado El guardagujas.
Perder el
tren: no poder tomarlo: qué angustia.
Y qué angustia
tomarlo, si descarrila.
Cada cierto
tiempo, el mundo ofrece, en esta línea, una tragedia: puede ser un tren bala en
Japón, o bien un choque en una estación de Buenos Aires. (Lo nuestro ya se sabe
es más bien eso de los buses estrellados, como el reciente accidente en la
bajada de Las Cañas, en donde murió un periodista de Emisoras Unidas.)
Mucha
velocidad y poca coordinación: recordemos la tragedia de Galicia, a un paso de
Santiago de Compostela. Fue el Alvia 151, derrapando a 190 kilómetros por hora
(en una sección que solo daba para 80), estampándose contra la curva del
espacio geométrico y no geométrico. Y luego la gravitación e ingravitación de
los cuerpos, los vagones eviscerados, metal en flor, los 79 fallecidos en sus
bolsas, que antes de morir estaban viendo por la ventana el mundo pasar, en el
tren pasajero.
Está claro que
los trenes, y sus estaciones, tienen mucho que ver con la muerte.
Los seres al
parecer siempre estamos en una estación, siempre de paso, en el movimiento, en el
cambio, en la transitoriedad megamortal. Nadie está seguro si habrá otra
estación. Y sin embargo, quizá ingenuos, y hasta rielando de anticipación, nos volvemos
a subir al armatoste ferroviario. A veces, si tenemos suerte, lo hacemos con
esa misma persona con quien nos casamos hace diez años. Y entonces somos dos,
admirando el paisaje líquido.
(Fotosíntesis publicada el 6 de septiembre de 2013.)
Los trenes en Europa. Tan pronto cambia uno de idioma, de arquitectura, de rostros...
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