Alejandra Morales me envía vía Dropbox
un montón de fotos, aclarando que no es fotógrafa experta y que la mayoría las
ha tomado con un Iphone, lo cual de hecho es irrelevante para esta sección.
Muchas de esas fotos son de viejas
líneas ferroviarias, por cierto muertas, derruidas, en descanso involutivo. Alguna
vez auxiliaron al tráfico de personas y mercancías pero hoy están abandonadas,
y en ellas el zacate se autoorganiza, en derredor de las traviesas de madera, rajadas,
desecadas, ondulantes bajo el calor, o muy podridas. Es la estética de lo
arruinado.
Y son las líneas de ferrocarril,
viajando por puentes metálicos sin referencia, por espectrales estaciones
hechas de tablones, ya con eso de museístico, reabandonadas, con tanques
metálicos en puro criterio de oxidación, y adentros unas pesas y cajas fuertes
en desuso y máquinas de escribir empolvadas.
Acaso una locomotora liquidada, en donde
el tiempo bermejo ha cuajado; vagones dormidos, infectados por una especie de
peste bubónica.
Parece pues que a Alejandra le gusta
tomar fotografías de cosas, de sitios desaparecidos como estos (como se puede
apreciar en su cuenta de instagram: @buzonale). Añade que también le gustan los
puentes, porque, explica, unen caminos y unen personas.
A mí me interesaron mucho sus fotos, y
es porque tengo una cierta nostalgia trensística, que nació del hecho de que viví,
en mi niñez, al lado de la vía del tren, allá en la zona 18.
Vi, oí, viví eso de la locomotora. La
locomotora, morosa, remachona, anacrónica, decimonónica, casi como de western –no
era ningún TGV– que pasaba por una especie de obertura, muy cerca de las vegetaciones por
donde yo mismo barranqueaba, vegetaciones que ya no existen porque se las tragó
el progreso, el mismo progreso que el ferrocarril, como sabemos, simboliza. La
realidad –tan oscura, tan fabril– terminó con los árboles y terminó con el
bucolismo y terminó con la metafísica del tren y terminó con mi infancia. No
hay nada, salvo este tráfico de mil putas.
Pero en aquellos días el tren venía con
una mitología y un lirismo y un imaginario y a lo lejos se le escuchaba venir,
como en las películas, con su alerta como de buque, y a mí gustaba poner cosas
en las líneas ferroviarias, para que el tren las apachara y destripase. Yo era algo
así como Pink, el de The Wall.
Y el tren era una auténtica presencia. Por supuesto, muy pocos en
esta ciudad saben de qué estoy hablando, a lo mejor algunos viejos que vinieron
del interior y que todavía guardan anécdotas al respecto.
Me cuentan que muchas de las vías
metálicas por donde solía circular la máquina ferroviaria –así en Escuintla– se
las han ido hueveando de a poco. Es como asistir a la deconstrucción misma de
la modernidad. En ello se ve que la historia de nuestro país avanza siempre
hacia atrás, hacia ese lugar en donde los raíles nacen, que es la nada.
(Fotosíntesis publicada el 22 de enero
de 2016 en Contrapoder.)
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